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¡Viva la democracia! ‘The Politician’ odia (en secreto) a Payton Hobart

Una rata, una cucaracha, un esputo. (Fuente: Netflix)

Lo dejé dicho en su día: Payton Hobart no tiene remedio. Es una rata, una cucaracha, un esputo, una excreción de un sistema político enmohecido al que apenas le queda aliento para dar un penúltimo empujón a su podredumbre, y la redención es algo que le es ajeno. La aún humeante segunda temporada de The Politician, la serie de Netflix que protagoniza, lo reitera.

El encantador candidato en el que se centra la obra, interpretado por Ben Platt, engrosa las filas del cinismo, la crueldad y el impudor redomados en la nueva remesa de capítulos, convirtiendo a compinches y rivales de antaño en declarados edecanes del mal. Para contrarrestarlo, Ryan Murphy, creador de esta y otras tantas coloridas frivolidades, repite estrategia: dedica el episodio quinto de la temporada, como ya hiciera en la primera, a retratar el ejercicio de la democracia desde la posición del elector, que mira por afuera y con sorprendido desencanto a sus cacareados líderes.

La carcasa de Payton Hobart, desde el mismo instante en que la hipnótica secuencia de créditos lo descubre como un muñeco, un gólem de Praga rehenchido con sus propios caprichos y obsesiones (que toman la forma de una abeja encerrada en un tarro, tan furiosa como confundida, o ejemplares de Edipo Rey y La puta ética), contiene un regate de Murphy a la noción aristotélica del zoon politikón, el animal político. Si el Adán del Estagirita solo puede alcanzar su plenitud en sociedad, el gólem del de Indianápolis es y se sabe aberrante en cuanto pone un pie fuera de la política.

El deprimente episodio final de la temporada anterior marcó la distancia con el circo electoral que Payton había buscado para sí mismo, huyendo de la California natal a Nueva York y trocando la persuasión por la emoción como oficio a las teclas de un piano en un garito de mala muerte. Las imágenes no podían ser más antagónicas, pues apenas unos miles de kilómetros separan los dos lugares en el mundo real, pero en la ficción americana ese trecho se mide en galaxias. Un giro postrero hizo evidente mi error en la lectura: sí había un contraste, pero no el que yo creí ver. Payton, inexplicablemente, no era feliz en su retiro neoyorquino. Según apuntaba la serie, la plenitud residía en congregar una vez más a los compañeros de armas, reunir trapos sucios de la nueva rival en las urnas y saltar de vuelta a la arena para morir entre aplausos vacíos.

Esta segunda entrega ha descubierto a algunos personajes secundarios como alimañas de la misma laya que Payton (al tiempo que les dedicaba una merecida exploración, enriqueciéndolos). “La política no te ha cambiado. Solo es el trabajo perfecto para tu moral y ética”, le espeta Astrid a Alice, la primera dama paytoniana, que culpa al protagonista de insuflarle una psicopatía de la que, en verdad, solo es responsable en parte. El personaje de Gwyneth Paltrow, la caricaturesca madre de Payton, se presenta también a unas elecciones, ora entregándose al éxtasis del triunfo populista, ora prestándose como sacrificio para espolear el apetito inacabable de su hijo, en cualquier caso desde una actuación extrema y absurda y conscientemente cercana a las voces prefabricadas de los podcasts para conciliar el sueño.

Hay mucho en The Politician de la consabida (véase El asesinato de Payton Hobart partes 1 y 2) dimensión performativa de la política estadounidense moderna, acaso una de las más prolíficas fuentes de imágenes pop. Entre el torpe lanzamiento de ramo-bomba a Alfonso XIII y Victoria Eugenia por parte de nuestro Mateo Morral y el recuerdo de JFK estallando en pedazos en su desfile en Dallas, por ejemplo, hay un verdadero abismo estético. Payton espera en ese otro lado del barranco. En uno de los mítines que ofrece el candidato de la ficción sorprende especialmente ver a un chaval apelando al electorado joven, descreído y woke desde el cálido interior de un gabán que cubre el ya icónico blazer de Balenciaga, en el tipo de evento que en España no sería difícil imaginar en manos de un candidato de barba rala embutido en una camiseta de Los Chikos del Maíz.

Tan teatral es la política en la serie de Netflix que incluso dibuja arcos. Tropieza desde el proscenio hasta las bambalinas, hacia adentro, al corazón del último grumo de pulpa del libreto, acertando en las narrativas, los tópicos que retornan sin cesar, con los que damos sentido a nuestra vida. Las imaginadas repeticiones que nos permiten culpar a Sófocles del devenir funesto de todo, para no tener que asumir que no hay nadie al timón. Tan teatral es The Politician que se repite: en la primera temporada, el séptimo episodio conseguía una redención en tanto que el octavo deshacía el camino andado y la volvía una tragedia.

Un Sísifo vestido de Armani

Ahí, en esa sugerencia de que Payton se alejaría de la desgracia si se alejaba de California y en la posterior aseveración de que ni con todo un continente de por medio el joven salvaría el pellejo, se convino el fatum de este Sísifo vestido de Armani. La segunda temporada aligera los trámites, reduciendo en uno el número de episodios y resolviendo el hiato entre la catarsis de la caída y el resurgir de la hibris en cuestión de media hora. El defecto trágico de Payton, su arrogancia, ese palmario desdén que profesa por el orden natural de las cosas, se barruntaba en aquel cambio profundísimo del paisaje californiano, inabarcable, laxo, acaso algo fumeta, por el vertiginoso atrezo de Nueva York, la ciudad en la que parece prohibido dormir, perder y llorar.

Presidente y primera dama. (Fuente: Netflix)

La rima insoportable del destino acaba por impregnar el conjunto. La trama, que azora un asiento como senador estatal, lejos de la ya tierna presidencia del cuerpo estudiantil, pone en marcha su tragedia doblándose sobre sí misma y proyectando continuas autoparodias inscritas en la obsesión reinante de pensar el presente históricamente en una época que ha olvidado, ante todo, cómo se piensa históricamente. Repiten arco Astrid, de nuevo fugada del torbellino protagonista en busca de una vida más sencilla, una Alice arrastrada de vuelta de una huida a lo El graduado por segunda vez o el mismo Payton, falsamente encandilado por la estabilidad de la carrera de fondo y al instante entregado otra vez a los enloquecidos circuitos de obstáculos de la ambición.

No es descabellado estirar las semejanzas con El graduado (1967), de Mike Nichols. La secuencia final de la película reverbera con fuerza en las paredes de la iglesia de la que Alice se fugaba en el último episodio de la primera temporada, para alistarse ella también en el renovado escuadrón de kamikazes de Payton Hobart. Después del obligado reencuentro con el protagonista en el campus agarrada del brazo de su prometido, otro eco del filme, Alice plantaba al novio en el altar, sustituida esta vez la irrupción del ex desquiciado en el templo por una llamada telefónica, y remataba el homenaje atrancando las puertas de cristal con una gran cruz de madera.

Here’s to you, Mrs Robinson

Nunca es agradecida una comparación con la odisea de Benjamin Braddock, sin duda una de las cumbres del pop cinematográfico. No obstante, puede desenterrarse un cierto parentesco entre las ficciones, empezando por cómo las dos vehiculan la fantasía liberal norteamericana desde una diatriba clara: el capricho amatorio y la sensación de éxito en sociedad como objetos contrarios e inmiscibles. Esto último lo son también sus héroes, dos jóvenes atados de manera irremediable a una definición unidimensional que se refleja en los títulos de sus ficciones. El Esto o El Aquello, y nada más. Mientras que Braddock aborrece este sambenito, y una vez titulado no quiere saber nada de cualquier cosa que no sea su piscina y las mujeres, Hobart encuentra morbo en el epíteto.

Aunque el gremio había estado burlando las mojigatas limitaciones del Código Hays desde mucho antes, se dice que fue la película de Mike Nichols la que dio el golpe de gracia al moribundo libro de estilo de Hollywood. En su descaro libérrimo, de una consanguinidad fantasmagórica con la comedia gross-out de John Landis y los American Pie y sucedáneos que la seguirían, El graduado juega a un hosco humor de líos de faldas que no impide reinterpretar (como hizo Roger Ebert 30 años después) a Benjamin como no menos repulsivo que Payton. Aunque comparten la vocación alborotadora, la retranca de Murphy, arraigada en la incorrección histriónica de la estética queer, se distancia del arquetipo de Benjamin, que Nichols remacharía después en Conocimiento carnal (1971) como un crápula lamentable.

Alice es la Elaine de ‘The Politician’. (Fuente: Netflix)

Una vara de medir de la talla de El graduado permite constatar que el trabajo de la ristra de realizadores de la serie obedece más bien a cierta comedición, al menos si se opone a la artesanía extravagante y de acentos esdrújulos de Nichols. El último tabique de este santuario pop, la inolvidable banda sonora de Simon y Garfunkel, solo encuentra competencia cuando el hilo musical de The Politician, en general tímido, remeda (de forma irónica, por supuesto) las melodías del spaghetti western en la secuencia del duelo de piedra, papel o tijera. ¿De qué sirve todo esto, entonces, si Murphy no parece pretender otra cosa que parodiar, retorcer y humillar?

Dentro del arsenal de automemes que es esta segunda temporada puede hallarse esperanza. La esconde como una tramposa criatura de un juego de rol Ricardo, el antiguo amante de Infinity. Desde la cárcel, el trol plantea un acertijo. Enumera las ocasiones de la historia en las que, como en la serie, un empate en unas elecciones hubo de resolverse mediante algún procedimiento desopilante. La pista del trol solo necesita de un empujón: cuando se teclea en Google alguno de los tontos ejemplos (lanzar una moneda al aire, echar una carrera…), la frontera del circo murphiano con el vergonzoso mundo real se derrumba.

Discusiones familiares

No somos menos ridículos que Payton, Astrid, McAffee y el resto; o que Dede Standish y su círculo. Pero somos igualmente dignos y merecemos algo mejor. Representantes mejores. Esa afirmación, ninguneada casi hasta el insulto por el grueso de la serie, la recogen los respectivos quintos episodios de las dos temporadas: el primero, sobre un votante estudiantil al que le importan un pimiento los tejemanejes de Payton y solo quiere aprobar el curso; y el siguiente, centrado en una madre y una hija que votan a candidatos diferentes y pelean por ello. Poniendo la emancipación y la acción climática a un lado, si uno no se rompe al ver a esa familia de electoras reñir por el honor de dos ricachones que no tienen ninguna intención de recordar sus nombres, es que no tiene nada dentro.

Los episodios botella sobre los intestinos del proceso electoral desactivan, en la medida de lo posible, la artificiosidad de los discursos. Siempre desde el ridículo, devuelven la trama al mundo de lo común, y descubren al plantel protagonista como verdaderos cínicos, perfectos para liderar un melodrama o un enredo, pero jamás adecuados para obrar en favor del pueblo, sin soluciones colectivas. La historia de esta madre y su hija, una diminuta trama de desengaño y reencuentro, aunque simplona, funciona paralelamente como el único resorte capaz de recuperar para The Politician las certidumbres de la modernidad, anulando el pasmo interminable del camp, arco manido mediante. La previsibilidad como condición de posibilidad de la verdadera emoción.

Esta mujer y su hija protagonizan el episodio sobre votantes de la T2. (Fuente: Netflix)

Ryan Murphy, a menudo regañado desde la pacatería por descuidar las convenientes delaciones y condenas de los caraduras de sus ficciones, como en el caso del dichoso y nunca reprendido proxeneta Ernie West, de Hollywood, se preocupa aquí de dejar bien claro que Payton y Dede no son más que gentuza que obedece a su propio interés. Que su calaña nos entretiene en comedias alocadas, pero que los monstruos de circo no deberían acercarse a los escaños. Aunque la hamartia de estas figuras trágicas y el bien de la mayoría pudieran llegar a cruzarse por ventura, la carambola no merecería padrenuestros.

Subidos a la loma de estos fenómenos extraños enterrados en el ecuador de las temporadas, podríamos otear el horizonte y señalar que The Politician en realidad odia a Payton Hobart. Pero lo hace en secreto, una vez cada ocho horas, como el ibuprofeno. El resto del tiempo, la serie olvida su objetivo o agacha la cabeza para no ser señalada como anticuada entre la frivolidad imperante, rehusando desprenderse del todo del barroquismo contemporáneo con el que su creador tanto se divierte jugando.

Si bien la de Netflix es una serie política, rara vez (y con dificultad) es una sobre política, sobre el arte de hacerla (un arte que, según Jameson, ha sido sitiado por el capitalismo con tanta brutalidad que ya es casi impensable). Murphy no tiene reparos en postular la revolución sexual como objeto privilegiado de su narración, su microrrelato, asumida la imposibilidad de levantar ideologías antaño de mayor envergadura. The Politician, zocata en la discusión rigurosa de algo que no sea el camp, sí es certera en sus temas: la representación, la pulsión sexual, la frivolidad juvenil, el exceso y la vanguardia del siglo XX como forma de creación elitista robada y reconvertida en estampado para ropa de rebajas.

‘The Politician’ está disponible bajo demanda en Netflix.

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