Ruta 66: Sentimientos e inquietudes americanas de una adicta a las series
No soy persona que acostumbre a plasmar pensamientos y experiencias por escrito, por lo que este ejercicio de reflexión acerca de mis vivencias durante las tres semanas que dediqué a hacer la Ruta 66 en compañía de una muy buena amiga, de primeras me parece todo un reto y, a la vez, me produce cierto desasosiego. Quizá sea el síndrome del folio en blanco que llaman, quién sabe…
Siempre hay un pensamiento (dos, tres a lo sumo) que te viene a la cabeza cuando piensas en algo o alguien en particular. En mi caso son dos:
En primer lugar está el recuerdo imborrable de la carretera, de esos trazados por los que discurría la Ruta 66 casi siempre paralela a las nuevas interestatales y que tantos recuerdos me dejó en la retina: la cercanía y amabilidad de los norteamericanos, los puentes de estructura metálica que encontrábamos a nuestro paso y que destilaban aroma a tiempos pasados, los altísimos depósitos de almacenaje con el nombre de la población inscritos en ellos dándote la bienvenida, o el contraste de paisajes entre los distintos estados, desde los vastos maizales de Illinois, al verdor de Missouri y parte de Oklahoma, los grandes ranchos de Texas o los efectos del proceso de desertificación que claramente se podían apreciar en New Mexico, Arizona o California.

En segundo y último lugar está Monument Valley, un lugar que superó todas mis expectativas del mismo modo que El Gran Cañón las hundió miserablemente. Paradójicamente, no pertenece a la Ruta 66, pero sin duda visitarlo fue uno de los grandes aciertos pese al gran desvío y las más de ocho horas en coche entre ida y vuelta que ello nos supuso. Me embargaba una sensación de pureza, de libertad admirar esas obras de arte de la naturaleza mientras mis botas se manchaban de esa tierra arcillosa y roja. Estaba en ese mágico lugar donde habían pisado varios de los más grandes actores y directores del mundo, películas que mi padre había visto siendo niño y que siempre recuerda con especial nostalgia. Para mí, aunque siento una especial admiración por algunas de esas joyas cinéfilas del viejo oeste, también representa un cine mucho más actual, evocándome escenas de películas tan entrañables y carismáticas como Forrest Gump o donde concluía en su escena final de la inolvidable Thelma & Louise (aunque nuestra intención una vez allí no era emularlas de manera literal, nos conformábamos con emularlas en espíritu). Curiosamente, ambas películas tuvieron a Monument Valley como punto y final de sus particulares viajes hacia lo más profundo de sus almas, de sus miedos y de sus liberaciones personales.

Demasiados paralelismos entre ellas y nosotras, y no lo digo únicamente porque parte del recorrido de ambas rutas coincidieran o porque cumplíamos el arquetipo de dos mujeres con cierto espíritu aventurero, un coche y mucha carretera por delante, si es que se puede reducir esa joya en una definición tan paupérrima. Quizá por nuestras personalidades a veces tan distintas y a la vez tan complementarias, capaces de cambiar de rol si la ocasión lo requiere. Sin duda, una película que estuvo muy presente durante todo el viaje, ese viaje que surgió como algo inesperado, improvisado, fruto de una decepción, pero ya sabemos que cuando una puerta se cierra, una ventana se abre y probablemente no lo pudo hacer en mejor momento. Sí, la Carretera Madre estaba hecha para nosotras, para disfrutarla y guardarla bajo llave en nuestros corazones para siempre.
Entrando ya en materia friki, para dos personas con alma seriéfila como nosotras, recorrer la ruta significaba, en gran parte, soñar con lugares emblemáticos, localizaciones que pasaban de ser simples puntos marcados con una X en el mapa a ser algo tangible y real, algo que vas a ver con tus propios ojos, tocar con tus propias manos (y si se tercia, algo de lo que apropiarte discretamente para conservar como un entrañable recuerdo). ¿Colará eso de que nuestros antepasados españoles fueron los fundadores de Albuquerque para pedir por la cara un lavado de coche en el lavadero de Walter White? Sí, en tu cabeza, todo es posible. ¿Por qué no?
La cultura americana está muy presente en nuestras vidas ya sin buscarlo, conque si, además, te pirras por las series y las pelis (el cine en menor medida), probablemente el viaje se convierta más en una obsesión por querer verlo y abarcarlo todo que en un viaje de placer. Decidimos que eso no nos iba a pasar a nosotras (un poco con la boca pequeña, claro, pues ¿qué seriéfilo en su sano juicio no querría verlo TODO?). Nos esperaba un cierre de viaje espectacular, el ser testigos de primera mano de la alfombra roja de los Emmy, fantaseando e imaginando ficticias discusiones con quienes osaran arrebatarnos nuestra más que merecida primera línea en la valla o quizá conocer a un simpático técnico de sonido que no tendrá reparo alguno en colarte entre bambalinas. Asistir a los Emmy en nuestro último día era la guinda perfecta de un pastel que se antojaba delicioso. Era, en definitiva, un sueño dentro del sueño que suponía hacer la Ruta 66.
Y si algo nos enseña la televisión es que América es la tierra de las oportunidades, del tan manido sueño americano. No hay nada que hacer, te han inoculado el veneno en el cuerpo. Negar la evidencia es engañarte a ti mismo. La cultura americana está por todas partes y nos gusta sentir que, en cierto modo, formamos parte de ella. Nos enteramos antes de su música, sus películas, sus cotilleos, sus series, sus tragedias y sus fenómenos atmosféricos que de los nuestros. No sabemos qué es la manteca de cacahuete y el sirope de arce pero tienen pinta de estar buenísimos.
Recientemente, el hashtag #TipicasFrasesAmericanas fue trending topic en España gracias al humor y a la sorna que derrocharon miles de tuiteros reflejando los clichés americanos que tan a menudo vemos en el cine y la televisión estadounidense. Aquello me hizo recordar parte de mis motivaciones para realizar la ruta.
Para una persona como yo, con cierto apego por lo antiguo, por lo clásico, y por la historia en general, hacer la Ruta 66 era formar parte de esa leyenda, de profundizar en el mito de los primeros colonos en zonas completamente vírgenes, entender mejor el concepto de la América profunda, descubrir un país que ha estado fuertemente ligado a España desde siglos atrás y donde convive un elevado porcentaje de ciudadanos de habla hispana (>12%). Todo ello iba unido a mi amor por la televisión en general y las series en particular. Clichés a montones que quería descubrir por mí misma para poner mis expectativas en su punto exacto y ese punto romántico/aventurero que hacía la ruta más atractiva si cabe.
Así pues, como es imposible partir de cero e ir a los Estados Unidos libres de prejuicios y estereotipos (y a casi ningún país del mundo, diría yo), trataré de aportar mi particular visión nostálgica de esta maravillosa experiencia, tratando de desmontar o confirmar los clichés que tantísimas veces hemos visto u oído en televisión sin olvidar alguna anécdota o curiosidad que quizá os pueda resultar interesante, así como los rincones seriéfilos que fuimos encontrando a nuestro paso.
No diga Illinois, Texas o New Mexico; diga The Good Wife, Dallas y Breaking Bad.
Hablar de Chicago es hablar del lago Michigan, de su skyline, del punto de partida de la Ruta 66, de los Chicago Bulls, del musical Chicago, de su metro elevado, de los Bears, la Deep Dish Pizza o pizza Estilo Chicago (deliciosa), de la Hull House o de la torre Willis y su alucinante balcón exterior completamente acristalado. Pero también es hablar de una de las series del momento, The Good Wife. Cuando realicé el viaje no había pasado del s01e05, pero a día de hoy la he devorado entera con ansia viva, para disgusto de cierto maquetador de este artículo. No voy a extenderme en desgranar mis filias y fobias con algunas series, este artículo no va de eso, pero sí de destacarlas un poquito para que ocupen el lugar relevante que, sin duda, tuvieron a lo largo de la Ruta y las emociones y gratos recuerdos que nos aportaron.

De Chicago, in my opinion, nos quedó una muy agradable sensación de ciudad abierta a la gente, cosmopolita, atractiva y culta sin resultar snob. También agradecimos el no percibir esa sensación de masificación que sí tienen otras grandes urbes pese a ser la tercera ciudad más poblada de Estados Unidos. Tras día y medio de andar de aquí para allá y de poner los pies en remojo en el lago Michigan, tocaba despedirse de la ciudad que vio nacer a personajes tan célebres y tan dispares como Walt Disney, Hugh Hefner o Hillary Clinton, además del que ha sido uno de sus ciudadanos más ilustres, Al Capone.

Llegó el gran día de tirar millas (muy apropiada la frase) e íbamos mentalizadas de que nuestro objetivo era disfrutar del camino, saboreando todas y cada una de las pequeñas sorpresas y posibles decepciones o contrariedades que nos depararían esos 4.000 y pico kilómetros, de pequeños rincones y curiosidades por descubrir, de las posibles anécdotas del viaje, de la música y las conversaciones que tendríamos a lo largo de todo el trayecto. Nuestro flamante, reluciente y enorme Chevy Impala Edición Limitada nos ayudaría en el proceso y pusimos rumbo a la aventura.

Nuestra primera parada coincidiendo con el rugir de tripas (ésta fue una sabia costumbre que adquirimos, el no guiarnos por horarios y comer cuando nos apeteciera sin importar la hora) fue en esta pequeña población, principalmente porque ahí se encontraba el Joliet Correctional Center, actualmente fuera de servicio. Bueno, este nombre no os dirá nada, pero si digo Fox River, muchos ya sabréis a qué me refiero. Recuerdo gratamente aquella primera temporada de Prison Break, y aunque sólo pudimos acceder hasta la explanada situada en la misma entrada del correccional, la imponente fachada la recordaba exactamente igual.

Una de las características más curiosas de la Ruta 66 es que está plagada de monumentos tipo el monopatín más largo del mundo o la casa más alta del mundo, atracciones totalmente made in USA. La Ruta 66 utilizaba este tipo de reclamos para atraer a la gente y, por suerte, la gran mayoría de ellos se conservan en óptimas condiciones. También creo recordar que hicieron mención a ellos a principios de la novena y última temporada de How I met your mother, cuando Ted se declaraba un friki absoluto de estas figuras y recorría el país buscándolas junto a la madre. Pues bien, con la ayuda de nuestra guía, la EZ66 Guide for travelers de Jerry McClanahan, parábamos casi en cada pueblo y nos poníamos a callejear hasta que conseguíamos localizar al astronauta con su cohete espacial (Gemini Giant), o la Blue Whale, entre otras muchas figuras, además de un amplio surtido de murales evocando la Ruta 66, todos ellos de tamaño gigantesco pero francamente dignos de ver. Fue uno de los momentos más simpáticos del viaje. Hay una pequeña anécdota al respecto: Buscando a Abraham Lincoln en su carromato no había ni rastro de dicho carromato ni rastro de cualquier actividad humana en ese pueblo. Decidí entrar a preguntar en el primer sitio que encontrara abierto (pasadas las 17h, la mayoría de comercios cierran) y, finalmente, encontré uno. Entré y un grupo de personas que estaban en una reunión me indicaron cómo llegar. Entonces me fijé en un cartel y una mesa con fruta en su interior. Había interrumpido una reunión de Alcohólicos Anónimos.


Tuvimos ocasión de pernoctar en nuestra primera noche de ruta en Springfield, capital y residencia oficial del Gobernador del Estado de Illinois (no de Los Simpson) y donde también residió durante parte de su vida y está enterrado en un precioso mausoleo uno de los personajes más ilustres y reputados de los Estados Unidos, Abraham Lincoln (llegados a este punto es de obligado cumplimiento llevarse la mano derecha al corazón y cantar eso de Oh, say can you see by the dawn’s early light…).
De nuevo en marcha por caminos polvorientos y carreteras irregularmente asfaltadas, divisamos el río Misissippi con el atardecer reflejándose en sus aguas. El río sirve a su vez de frontera estatal entre Illinois y Missouri, estado donde se sitúa St. Louis. Pero en uno de los recodos de la I-44 que bordeaba el río apareció majestuoso ante nuestros ojos el Gateway Arch, monumento nacional de 192 metros de alto y otros tantos de ancho y que es muy reconocible en la serie Defiance aunque a mí personalmente me traía viejos recuerdos del opening de Somos diez (aquel spinoff de Los problemas crecen basado en el entrenador Lubbock y su familia, seguro que la recordaréis al momento).
Visto desde su base es realmente espectacular. Lo destacable de su interior fue el mecanismo de ascenso al mirador situado en el punto más elevado del arco. Eran ocho pequeñas cabinas completamente blancas con capacidad para cinco personas cada una. El ascenso se hacía a través de una catenaria que enganchaba las cabinas como si fueran poleas siguiendo el movimiento en zigzag. Muy, muy, muy curioso, sin duda. Pero es que esas cabinas eran como cápsulas. Nosotras nos hubiéramos dejado abducir y lo que hiciera falta, ya nos habíamos metido en el papel por completo.

Continuamos nuestro destino hacia Lebanon, pero antes tendríamos el gusto de conocer a Jesse James, el más famoso atracador americano de mediados-finales del siglo XIX y las cavernas de Meramec, lugar que sirvió de guarida a toda la banda.
En Lebanon ya atardecía cuando llegamos. El Munger Moss Motel es uno de estos moteles clásicos de la ruta con un cartelón enorme de neón todo lleno de colorines. Regentado por Ramona, lleva abierto al público desde 1.946, el mismo año en que fabricaron sus colchones, estoy convencida. La habitación dejaba bastante que desear: mosquitos por doquier, telarañas, olor a rancio y mal ventilado, sillones raídos… Como decía Silvia, mi compañera de viaje, sus últimos inquilinos debieron ser Bonnie & Clyde. Recuerdo decirme para mí misma: Che, esto es lo que buscabas, ¿no? Un motel cutre donde pasar la noche. Vaya si lo conseguí.
Amanece, domingo 8 de Septiembre, día del Señor (parecía que empezaba a afectarnos espiritualmente las biblias que íbamos encontrando en las mesillas de noche de los moteles). Ponemos la televisión y ¡menuda sorpresa! ¿Los telepredicadores existen de verdad? Pensábamos que eran un mito, una leyenda urbana, algo así como la película-reencuentro del cast de Friends. Y, además, en prácticamente todos los canales. Ver para creer. Junto con la Biblia, teníamos el plan dominguero perfecto.
Hablando de biblias y telepredicadores, ni os imagináis la cantidad de iglesias que nos íbamos encontrando a nuestro paso. Eso que dicen de que en España se abre un bar y el pueblo se crea a su alrededor, pues allí pasa lo mismo pero con los templos. Iglesias protestantes, católicas, mormonas y alguna baptista.
De nuevo a bordo de nuestro Chevrolet, llenamos el depósito y nos marchamos dirección Tulsa, ya en el estado de Oklahoma. En principio no teníamos que temer por los tornados ya que se dan más por la primavera que por otoño, aunque septiembre seguía siendo época de riesgo. En este tramo cruzaríamos brevemente el estado de Kansas, el granero de América, apenas durante unos pocos kilómetros que se pasan en lo que tardas en repetir tres veces en voz alta: Se está mejor en casa que en ningún sitio. (Los zapatitos de rubíes no son necesarios)
Llegamos a Tulsa conocida como la capital mundial del petróleo dada la cantidad de refinerías existentes. Era domingo de series y teníamos cable, así que había que aprovechar. Dexter y Breaking Bad fueron las elegidas, ambas en sus rectas finales de serie.

Por la mañana aprovechamos para visitar algunos lugares de Tulsa y alrededores antes de irnos dirección Oklahoma City. Lo que más sentimos fue no poder visitar la reserva Cherokee, cuya fama les precede y han sido protagonistas absolutos de tantas películas de indios y vaqueros.

En Oak City, como se la conoce popularmente, confluyeron nuestros destinos y los de las intrépidas Thelma & Louise. Aquí ambas conocieron a un jovencísimo Brad Pitt interpretando a un estudiante autoestopista. Nosotras no tuvimos tanta suerte (o sí, a sabiendas de lo que ocurrió después). Bueno, llegados a este punto la salud empezó a jugarnos una mala pasada, quizá por algún alimento en mal estado o probablemente a causa de los contrastes de calor y el aire acondicionado de los dinner respectivamente. Total, que estábamos en un motel en mitad de la interestatal, de esos en que si gritas, muy probablemente nadie te oiga.

Sea como fuere, decidimos continuar con nuestro planteamiento inicial y, tras una noche de perros y con el ánimo bastante decaído, abandonábamos temporalmente la ruta para bajar hasta Dallas, en pleno corazón de Texas.
Dallas es uno de esos estados donde decir que eres español está bien visto. Antes bromeé sobre el hecho de obtener un lavado de coche gratis alegando ser descendiente de colonizadores, pero en Texas, en general, ser español es hablar de una parte muy importante de su historia. No en vano, en todos los edificios estatales se encuentran las llamadas Six Flags over Texas, siendo una de las banderas la del antiguo Reino de Castilla. También hay un gran porcentaje de población hispanohablante y en la televisión se ven los canales de Televisa, Televisión Azteca, Telemundo y similares. Ya habíamos visto en los días anteriores distintas series de televisión norteamericanas, reposiciones de Friends, Modern Family, algún partido de la NFL, a Conan, David Letterman y demás, pero lo que de ninguna manera esperábamos ver nada más encender la televisión en Dallas fue el Chavo del Ocho.
Por fin llegamos al Sixth Floor Museum, el museo dedicado exclusivamente a la vida, obra, asesinato y posterior investigación de otro ilustre político norteamericano, John F. Kennedy, apenas dos meses antes del cuadragésimo aniversario de su muerte. El museo en sí merece infinitamente la pena. Lamentablemente, estaba prohibido tomar fotos y vídeos del lugar. Se muestra una gran cantidad de documentación histórica y familiar, fragmentos de audio de distintos momentos de su vida. Pero lo que pone los pelos de punta es la parte que detalla con absoluta precisión, casi minuto a minuto, los acontecimientos de aquel día, el momento exacto del asesinato y el impacto emocional y la alarma social que tanta huella dejó en la sociedad norteamericana tras conocer la noticia. Algunos medios se mostraban incrédulos al informar de la muerte del Presidente de los Estados Unidos, y mientras, unos pocos pasos más allá estaba la ventana de la esquina desde donde Oswald efectuó los disparos protegida por una mampara transparente. Si uno se asoma a las distintas ventanas podrá ver el gran aspa blanca pintada sobre el asfalto que indica el punto exacto donde falleció Mr. President.
Pese a lo interesante del museo, no habíamos recuperado el tono, por lo que abandonamos definitivamente la idea de visitar Dallas y guardamos cama ante el riesgo de perjudicar nuestra ansiada segunda mitad del roadtrip. Al día siguiente nos esperaba Southfork Ranch, el rancho de los Ewing (Dallas).

Dado que en la serie original lo único real eran los exteriores, prescindimos de la visita al interior del rancho y nos limitamos a observar y tomar fotos de la famosa fachada. Realmente el rancho de Dallas no está tan alejado como cabría esperar y se accede por carreteras asfaltadas. La tienda de regalos con productos de la serie y otros tantos de la cultura tejana mostraban los rasgos de una sociedad patriarcal muy arraigada en esas tierras, relegando el papel de la mujer a cocinera, esposa y madre.
Llegó el momento de volver a nuestra Ruta 66, pero salir del entramado de circunvalaciones de Dallas costó lo suyo y nos llevó un tiempo extra coger el camino adecuado. Íbamos apuradas de tiempo para llegar al museo de la Ruta 66 de Clinton, un poquito más rápido de lo normal, pero sin hacer locuras (aunque no negaremos que con esas rectas interminables daban ganas de pisar el pedal hasta el fondo). Ya regresábamos a Oklahoma y parecía que llegaríamos en hora al museo, pero un coche situado en el arcén contrario arrancó, viró y se situó detrás nuestra. -Genial, la policía. Y paramos en el arcén. Llegados a este punto uno piensa a la velocidad del rayo varias opciones: ¿Lo metemos en el maletero al estilo Thelma & Louise y seguimos nuestro camino? No, demasiado arriesgado. ¿Ponemos cara de no haber roto un plato? Sin duda, la opción más factible y más sensata de todas. ¿Acabaremos en el calabozo? Sólo faltaba que este tópico americano se hiciera realidad. No, mejor no pensar en ello, que aquí no hay a quien recurrir para que pague nuestra fianza. Finalmente, el sheriff del Condado de Tillman, (encima eso, que para una vez que nos detiene la poli en Estados Unidos no era un sheriff molón sino un trooper) se queda parado en la parte de detrás de nuestro coche mirando por nuestro espejo retrovisor.
Ya le había advertido a mi amiga que pusiera las manos sobre el volante. En un estado donde se permite llevar armas de fuego en automóviles era lo recomendable si no querías que te sacaran del coche a punta de pistola. Se acerca a la ventanilla despacio y comienza el interrogatorio oficial. Lo normal: Día de llegada y salida del país, nuestro país de origen, qué hacíamos en EEUU y algunas preguntas de rigor o de pensar que éramos estúpidas y podíamos haber confundido las millas con los kilómetros. Su rictus se fue relajando y nosotras también, para qué negarlo. Pero en una de éstas, le pide a Louise que le acompañe al coche. ¿Cómo? ¿Qué? ¿Por qué? Pasaban los minutos, no volvía y yo empezaba a preocuparme. Finalmente, bajó del coche sonriendo. Al final, la más que probable multa se convirtió en un simple tirón de orejas y una invitación a una cocacola (la que le debíamos) la próxima vez que volviéramos por allí. Ya más relajadas llegamos a Elk City. El Museo de la Ruta tendría que esperar hasta el día siguiente (y no defraudó ni un poquito, tengo que añadir)
Era el momento de continuar nuestro camino. Llegamos a Amarillo (Texas) dispuestas a comernos un buen solomillo de res texana. ¡Qué carne! Tan tierna y jugosa que se deshacía en la boca sin apenas masticar y con ese ligero sabor a mantequilla que la hacía deliciosa. El Big Texan Steak Ranch es parada obligada para los ruteros y no ruteros. Tienen en uno de los amplísimos salones una plataforma donde los más insaciables pueden retar al local a que son capaces de comerse un solomillote de 2 kg (72 onzas) acompañado de su guarnición correspondiente, todo en el plazo de una hora, con el público siendo testigo de tu momento de gloria y con una cámara grabándote mientras te chorrea la salsa por la papada para disfrute de los allí presentes. Si lo conseguías, te pagaban la comida y entrabas en la lista de leyendas del local que lo habían logrado. Si fracasabas estrepitosamente, te tocaría pagarte tu comida y esperamos que sin (demasiado) escarnio del personal. El Big Texan, por dentro y por fuera, era todo un espectáculo. 100% sabor tejano.

Otra de las atracciones de la ruta es el Cadillac Ranch, donde aprovechamos para sacar nuestra vena más artística.

Al día siguiente nos despedíamos de Texas para adentrarnos en las profundidades de Nuevo México. Yo sólo tenía un objetivo en mente: Albuquerque y Breaking Bad. El viaje fue bastante plácido, como siempre acompañado de música y charlas, fotografías aquí y allá y el GPS del teléfono que hacía de las suyas de vez en cuando.

En el paisaje se percibía la arquitectura colonial en los edificios de los distintos pueblos con nombres como Santa Rosa. Quedaba poco para llegar a Albuquerque todavía era bastante pronto, por lo que decidimos hacer un pequeño desvío hasta Santa Fe. Una pequeña ciudad, agradable y tranquila, cuyas edificaciones hechas de adobe eran dignas de admiración. Tiene uno de los museos más interesantes que habíamos visto sobre la población indígena del territorio, las constantes luchas de los indios navajos con las fuerzas americanas durante la Guerra de Secesión y los acontecimientos que precipitaron esa ruptura en la convivencia.
Una vez más, se nos echó el tiempo encima además de una buena tormenta, por lo que llegamos a Albuquerque de noche y un poco a la buena de Dios mientras tratábamos de encontrar un motel razonablemente barato. Encontramos uno prácticamente pegado a la intersección de interestatales. A la mañana lo primero que hago es mirar las localizaciones de Breaking Bad que llevaba apuntadas para ordenarlas tratando de dar las menos vueltas posibles. Entonces, la sorpresa fue mayúscula al comprobar que, pared con pared, teníamos la lavandería industrial. Recordé cómo los exteriores en la serie daban la sensación de estar en medio de ninguna parte y nada más lejos. Teníamos distintos comercios y restaurantes a cuatro pasos como quien dice.

Lo primero era desayunar para coger fuerzas. Fuimos a Rebel Donuts donde los preparan de manera magistral. Había mezclas imposibles como chocolate con bacon, pero nosotras nos decantamos por una caja bien surtida donde no faltó alguno de estos deliciosos Blue Sky.

Una vez con el estómago satisfecho y con un sabor dulzón en la boca, buscamos la casa de los White. Ahí estaba, justo en la intersección, tal cual se veía en la serie. No podía evitar sentir ese cosquilleo de emoción en el estómago y cierta desazón, pues apenas restaban dos semanas para finalizar la serie (dos días más tarde se emitiría el inolvidable Ozymandias). Hubiera sido magnífico poder ver el interior de la casa, pero hubo que contentarse con las fotos y la vecina cotilla que comentaba lo bien que se lo pasó durante el rodaje.

Llegamos a la oficina de Saul (Better Call Saul) y esto fue lo que nos encontramos:

Un amplio aparcamiento donde no había demasiados locales abiertos. No había mucho más que ver, así que marchamos hacia el túnel de lavado de Walter y Skyler apenas unas manzanas más allá. Aquí sí podía entrar aireando mi vena friki por bandera, así que ni me lo pensé. Cámara en mano accedí al largo pasillo de la tienda mientras grababa lo que iba encontrando a mi paso.
Como no llevaba más que dos dólares en el bolsillo, los gasté en comprar y llevarme de recuerdo un par de muestras de Blue Sky, las diminutas bolsitas que contenían las dosis de meta azul. No eran sino azúcar caramelizado con esa apariencia cristalizada. Estaba convencida de que eran las mismas que salían en la serie, mismo tamaño y color, y ya una vez que abandonamos Albuquerque supe que vendían las bolsas a tamaño grande en una tienda de golosinas.
Lo gracioso fue al salir del lavadero, cuando un pequeñajo regordete vestido de boy scout (se abalanzó sobre mí tratando de venderme una caja de galletas. Había gastado todo el dinero que llevaba encima y me supo realmente mal decirle que no. Levanto la vista y veo a un grupo de madres sentadas alrededor de una mesa plegable esperando que sus hijos vendieran lo suficiente como para obtener, quizá, la tan ansiada medalla. No pude reprimir una pequeña carcajada. Entre realidad o ficción, la mayor parte de los tópicos americanos con los que me topaba tenían una base social muy importante y su razón de ser.
La casa de los Schrader estaba a las afueras, subiendo una colina. Costó un poco encontrarla pero ahí estaba, con ese garaje que nos ofreció una de las escenas de mayor tensión de la serie. Además, sorprendentemente no había un alma, ni un curioso en ninguna de las localizaciones vistas. Nosotras nos ahorramos el dinero del tour haciéndolo por nuestra cuenta. Encontré cierto encanto en hacerlo de este modo. Llevaba más tiempo, el GPS no siempre funcionaba como debiera pero la recompensa y el disfrute eran mucho mayores y te ahorrabas el hacer las fotos con gente estorbando.

Hora de comer y sólo podíamos acabar en un sitio, Twister. ¿O debería decir Los pollos hermanos? El local es exactamente idéntico al de la serie. Además, los planetas ese día se habían alineado. Las lluvias que anunciaba el telediario no hicieron acto de presencia durante nuestra estancia en Albuquerque y la mesa de Heisenberg estaba disponible para nosotras. Unos tacos, los mejores de Albuquerque desde 2010 rezaba un cartel. Bueno, para mi gusto, los había probado mejores en otros sitios, pero poco importaba. Estaba en Los pollos hermanos admirando todo el local.

Tenía una buena ristra más de localizaciones pero todavía teníamos que llegar a Gallup, así que tocaba decir adiós a Albuquerque y agradecerle tantos momentos inolvidables. Mañana le llegaba el turno a Monument Valley.
Hasta siempre, Albuquerque. Hasta siempre, Breaking Bad.

La mejor virtud de Monument Valley es que no tiene ningún defecto. Es maravilloso en todo su conjunto. Quizá podríamos criticar sus elevados precios, dos sandwiches de pastrami de estos envasados y dos botellas medianas de agua rondaban los $30, más del doble de su precio normal. Pero como siempre ocurre, el turista acaba aceptando e incluso viendo este tipo de prácticas con normalidad. Lo que pasa con Monument Valley es que no es un lugar de paso habitual para desplazarse a otros lugares. En las algo más de cuatro horas de ida apenas sí vimos cuatro o cinco pueblos pequeños. Prácticamente todo el recorrido, tanto de la ida como de la vuelta, lo hicimos en solitario. Así que parece claro que si uno acude allí lo hará sin mirar excesivamente el dinero dado que hace una buena tirada de kilómetros a propósito.

Monument Valley, como comenté al inicio del artículo, me enamoró. Nos perdimos andando por el interior del parque, lamentablemente no todo lo que nos hubiera gustado dado que las distancias engañaban y recorrerlo a pie por completo nos hubiera llevado varios días. Nos conformamos con tenerlo para nosotras durante seis horas aproximadamente. Comerme mi sandwich allí contemplando y admirando los caprichos de la naturaleza mientras rememoraba algunas escenas cinéfilas era un lujo que no estaba al alcance de todo el mundo y realmente me sentía una privilegiada por estar allí. Resultó agotador por el intenso calor y la larga caminata, eso sin contar los más de 600 km que recorrimos con el coche ese día, una locura; nuestra locura. Me imaginaba cómo sería verse en un lugar tan maravilloso como aquél siendo perseguidas por la policía y sintiendo que llega el momento de abandonarte a tu suerte. O quizá una sí dicta su propia suerte. Thelma & Louise, una vez más, eran el alma y el corazón de este viaje de ensueño.
Si alguna vez vuelvo, cosa que me encantaría para poder ver las zonas que me quedaron pendientes, sería montada en jeep. No es que te impidan usar tu propio automóvil, pero es bajo tu propia responsabilidad y con el barro que se formaba por las lluvias recientemente caídas, lo más probable es que nos hubiésemos quedado atascadas sin poder maniobrar con el coche en algún punto, que la subida hasta el centro de visitantes resultaba un poquito empinada.

Uno de los grandes momentos que nos dejó Monument Valley fue a nuestro regreso a Gallup, casi de noche cerrada, completamente solas en esa carretera polvorienta mientras escuchábamos Dust in the wind. Otro momento mágico para acabar el día.
Ya iba quedando menos para nuestra series finale particular. Al día siguiente, tras visitar el olvidable Bosque Petrificado, llegamos al pueblo rutero con más encanto de toda Norteamérica: Williams. Es algo que uno tiene que ver con sus propios ojos. El pueblo en sí es todo un museo en el que gustosamente nos hubiéramos quedado unos días más. También fue el lugar escogido para hacer nuestra primera colada estilo americano, con unas lavadoras y secadoras marca Dexter. Probablemente porque quita las manchas de sangre como ninguna.
A la mañana siguiente pasaríamos por El Gran Cañón del Colorado (nos pareció bastante más pobre en comparación con Monument Valley), muy organizado pero bastante masificado y las vistas al cabo de una o dos horas de paseo ya parecen rutinarias. Siempre nos quedará contratar una de esas excursiones en helicóptero que te llevan hasta la misma base del cañón, seguro que sería espectacular. Al día siguiente nos esperaba Las Vegas, otra ciudad fuera de lo común y muy peculiar, sí, con su sempiterna fama de ciudad de vicio. Los casinos no cierran nunca, por lo que la oferta de ocio es la misma durante 24 horas, pero la ciudad se divide en dos tipos de turismo: nocturno y diurno, así que mientras media ciudad dormía la mona, la otra media admirábamos la ciudad en todo su esplendor, observando los detalles de los mega hoteles temáticos que más de una vez nos dejaron con la boca abierta. Lo que cada uno alberga en su interior bien podría considerarse pequeñas ciudades.
Al ser la ciudad lugar de rodaje de incontables películas y series, toda Las Vegas es fácilmente reconocible. Tiene mucha animación aunque diría que sólo en determinados puntos de la avenida principal, la de algunos grandes hoteles temáticos, no todos. Nosotras tuvimos suerte. Nuestro hotel no era temático pero estaba pegadito a los grandes focos de ambiente como era el hotel Bellagio.

Los casinos están repletos a todas horas, la gente puede beber alcohol por las calles con total libertad y el dinero se mueve a espuertas. El de otros, no el nuestro, porque nuestro gasto en casinos fue bastante escaso, que ya andábamos quemando los últimos cartuchos del presupuesto y había que adaptarse. Echamos una partida a los dados, a las tragaperras, lo suficiente para quitarnos el gusanillo, llevarnos algunas fichas de recuerdo y poco más. En algún casino nos paseábamos por su interior tratando de captar los maquiavélicos trucos de la gente para derrotar a la banca, o eso debió pensar el jefe de una de las mesas cuando nos pidió un documento identificativo por detenernos a mirar cómo jugaban al Blackjack.

Por último, la calle Freemont tenía también mucha animación, música en directo y barras de alcohol cada dos pasos. A primera hora de la tarde empieza a haber algo de gente, pero hasta media tarde no empieza a llenarse el aforo para el encendido de luces de las 20h.

En los outlets podíamos encontrar hasta ángeles llorones.

Llegó el día en el que tristemente diríamos adiós a la Route 66 y a nuestro compañero de viaje, el Chevy Impala que tan bien se había portado en estos 16 días de peregrinaje. Atravesamos el desierto del Mojave con tres cuartas partes del depósito lleno. En principio esperábamos que fuera suficiente y no tener que repostar más. La gasolina es más barata, pero estos coches consumen el doble de rápido y acaba siendo un goteo casi constante en los gastos.

Nos detuvimos a hacer un brunch en un Peggy Sue anunciado en los carteles que encontrábamos a nuestro paso, así que allá fuimos. Las paredes estaban repletas de la auténtica Peggy Sue con diversos artistas de la época como Frank Sinatra. Era como si ese dinner permaneciera anclado en los años 60. Más auténtico, imposible.

Nos habíamos inscrito para asistir como público al rodaje de Hot in Cleveland para ver a Betty White, de la que mi amiga Silvia era una gran fan desde Las chicas de oro. Pensábamos que una vez inscritas ya teníamos nuestra plaza asegurada, pero nada más lejos. Después tienes que hacer cola para la serie a la que te hubieras apuntado previamente. Llegamos al Studio City en Burbank con la lengua fuera previa multa por parar el coche frente al hotel durante escasos dos minutos en lo que tardábamos en subir, dejar el equipaje y bajar, total, para quedarnos prácticamente a las puertas de entrar, las décimas en la lista de espera. La frustración y el cabreo eran enormes, sentía perderme esa oportunidad de formar parte del show de una sitcom pudiendo palpar en vivo la interacción entre actores y público, pero por quien más lo sentía era por mi amiga. Posiblemente se escapaba la única oportunidad de ver en carne y hueso a la única Golden Girl viva. Por más que traté de explicarle la situación al encargado de la organización, que estábamos de paso, que veníamos de España, que nos sentaríamos en los escalones de la tribuna si fuera necesario, lamentó no poder hacer nada y nos entregó un pase doble con prioridad por si volvíamos de nuevo. Sí, por supuesto, estaba pensando en recorrer los casi 10.000 kilómetros que separan Alicante de Los Angeles en breve. Pero bueno, quizá algún día lo consigamos. Mientras, habrá que conformarse con reírse frente al televisor.
Nuestro cupo de mala suerte ya estaba completo –pensábamos–. Qué dulce ingenuidad: Nos metimos en un atasco tras otro, estaba anocheciendo, teníamos que dar por finalizada la Ruta 66 con la photo finish saboreando esos últimos instantes del fantástico e inolvidable roadtrip y nos quedaba menos de un cuarto de depósito para recorrer 50 km hasta el aeropuerto de Long Beach entre atascos. ¿Lo conseguiríamos?

La photo finish para el recuerdo
A pocos kilómetros de llegar el coche entró en reserva, pero conseguimos llegar ya con el depósito prácticamente seco.
La vuelta al hotel la hicimos prácticamente en silencio, un silencio muy necesario para ordenar pensamientos y vivencias, un silencio que en absoluto resultaba incómodo sino más bien gratificante y clarificador. Nos quedaban dos días para exprimir un poquito Los Angeles y disfrutar al máximo de los Emmy. Todavía nos quedaban algunos ases en la manga y había que aprovecharlos.
El sábado era nuestro único día para ver algo de la ciudad. Era materialmente imposible abarcar una ciudad tan enorme como Los Angeles en un día, así que nos concentramos en ver el Paseo de la Fama lo mejor posible (lo cierto es que nos hinchamos a ver estrellitas, que la zona de los grandes actores clásicos estaba prácticamente desierta y fue una de las que más disfruté), ir al Hollywood Forever Cemetery para ver la tumba de Estelle Getty y la visita programada a los estudios de la Warner, absolutamente recomendable y lo digo desde ya.
Dimos un paseo en microbús abierto por las calles de la ciudad, y los distintos platós. Era Stars Hollow (Gilmore Girls) rebautizado como el pueblo de Hart of Dixie. Otra veces era la casa de Ross y Monica (Friends) de jóvenes, un motel utilizado para diversos asesinatos (Dexter entre otros) o el instituto de Rosewood (Pretty Little Liars). Pudimos ver el interior de los platós de The Ellen DeGeneres Show o los de The Big Bang Theory, mucho más pequeños de lo que se aprecia a simple vista. Disponían también de dos salas, una repleta de coches utilizados en algunas de las más importantes producciones de la cadena y otra donde no se permitía sacar fotos. Ahí se guardaban con mimo los principales atuendos y otras curiosidades de personajes televisivos como Olivia Dunham (Fringe), Aria Montgomery (Pretty Little Liars), Chuck Bass (Gossip Girl) y otros.
Pero la joya de la corona no podía ser otra:

La casualidad quiso que un señor con sus dos niñas pequeñas nos pidiera que les hiciésemos una foto. Hablando, hablando, le comentamos que estábamos en USA realizando la Ruta66, le hablamos de nuestro interés por los Emmy y mirad por dónde este caballero, Andy Bialk, resultó ser el diseñador de los personajes de Cómo entrenar a tu dragón, trabajo por el que obtuvo un Emmy que le fue entregado la semana anterior en la ceremonia de los Emmys técnicos. Y nos enseñó la foto, totalmente verídico.

El viaje estaba a punto de finalizar, pero no había dicho su última palabra. Mañana, la esperadísima ceremonia de los Emmy. A ver qué tal se daba.
Domingo, 22 de Septiembre de 2013. Nos despertamos a las 8am. Realmente fue una hora al azar, pues no teníamos certeza alguna de si sería necesario madrugar mucho para coger un buen sitio ni si en LA estos saraos televisivos se verían como un evento de lo más rutinario y luego irían cuatro desesperados como nosotras, pero contábamos con la ventaja de que nuestro hotel se encontraba a cuatro manzanas del Nokia Theatre. Bien, veríamos lo que se cocía por las inmediaciones del lugar, y en función de eso, decidiríamos qué hacer llegado el momento.
Me parece oportuno señalar que el Downtown de Los Angeles es la parte financiera de la ciudad, por lo que andar por esas calles era como estar en pleno desierto. Apenas un alma hasta que no nos acercamos a la zona cero, donde ya visualizabas algún autobús moverse, algún policía comiéndose el donut con el café…, en fin, lo habitual. Mucho mejor así, porque antes teníamos una visita que hacer y entre ir y volver en autobús, nos podía llevar una hora como mínimo.
Y llegamos a nuestro destino. ¿Reconocéis la casa de los Harmon?

Decían que estaba a la venta pero no vimos cartel alguno. Los carteles que sí encontrábamos por doquier eran los que anunciaban los próximos estrenos y el regreso de las series ya consolidadas en la parrilla.
Regresamos al Nokia Theatre y ya había más movimiento, pero había tantas calles cortadas y te prohibían el paso en tantos lugares que era difícil meter la nariz por la puerta de atrás del recinto, donde se movía el equipo técnico y quién sabe si alguien interesante a quien fotografiar.
Ya nos echaban sin remedio y empezaban a cortar calles comerciales con gente tomando el aperitivo en las terrazas, así que fuimos a tomar posiciones. Bueno, eso si es que dábamos con el punto exacto porque nadie parecía saber nada y mucho menos indicarnos el punto habilitado para el público, por lo que decidimos ir por nuestra cuenta. Tuvimos que ir hasta el Staples Center para meternos por una calle, la misma por la que entrarían todas las limos y coches oficiales.

Y sí, veíamos a lo lejos muy pocas personas, 6–7 a lo sumo a menos de una hora para que, en teoría, diera comienzo la Alfombra Roja de los Emmy. Estábamos realmente sorprendidas por el escasísimo poder de convocatoria de unos galardones que son seguidos por millones de personas en todo el mundo. Finalmente, llegamos al punto exacto frente a la mismísima alfombra roja, con sus detectores de metales, sus tribunas con público (envidia elevada al cubo) y el equipo técnico correteando de un lado para otro. No se podía apreciar mucho más, la avenida era bastante amplia.
Y empezó el baile, pero no el de la llegada de coches repletos de actores, sino el nuestro. Un guardia que dice que no podemos estar ahí porque el ilustrísimo ayuntamiento de Los Angeles ha pagado a los locales de restauración para clausurar esa avenida al público y nos mandaban como 50 metros más lejos y con un ángulo de visión horrible. Damn it!!
Anduvimos de un lado a otro porque nadie de seguridad ni los mismos voluntarios parecían saber dónde colocarnos y ya éramos, ojo al dato, no más de 20 personas. Supongo que nos tocó ser los pringaíllos que no sabían que ese año (y quizá los sucesivos también) no se admitía público frente a la red carpet. Una chica que hablaba español se nos unió a nosotras para ver si sacábamos algo en claro. Unos retrocedimos un poco, otros se fueron directamente a la otra acera. En fin, un completo desastre.

Empezaron a llegar los primeros coches. Poca cosa. A medida que pasaban las horas fueron apareciendo muchos más pero a esa distancia era imposible distinguir nada. Maldecía a la organización por haber permitido semejante chapuza. Tener al público gritando casi enloquecido era parte indispensable del show business. De poder hacer unas fotos sublimes a sacar de refilón alguna cara y ya si acaso realizar una investigación exhaustiva con posterioridad para saber quién es quién. Por sus ropas les conoceréis. Triste, pero así era.

Al menos la nota de color la pusieron los familiares y allegados de famosos y otros famosos de segunda fila, vestidos de gala para la ocasión y con su pase en la mano. Eso sí, sin el pase ya podías decir que eras el mismísimo rey Joffrey que tú no entrabas. En mi maldad esperaba que sucediera algo así, al menos para darle un poco de emoción al asunto. Un tacón roto o algún tropezón hubiera dado algo más de brillo a los Emmy después de tres horas ahí aguantando el tipo estoicamente, pero el amor propio nos impedía marcharnos por si se obraba el milagro y la organización decidía invitarnos a todos a un meet & greet con los ganadores al finalizar la ceremonia.

En una de las veces que andaba haciendo fotos a los coches (que eso sí, menudos cuatro puertas), noto que la gente de alrededor empieza a revolucionarse. ¡Había llegado una celebrity! Algunos se hacían fotos con ella mientras sonreía y estrechaba las manos de los presentes. Le pregunté a una chica que estaba junto a mí quién era la susodicha. De verdad, no alcanzo a entender como en mi ignorancia no me di cuenta antes de que estaba viendo en persona a ¡Miss Oklahoma! Al menos el revuelo sirvió para avanzar puestos en la valla. Una me quería echar y no lo consiguió. Finalmente me di el placer de cumplir mi pequeña fantasía de defender mi primera línea en la valla pero sin tirones de pelos y esas cosas tan poco glamurosas. Por si acaso, mejor ignorarla y hacerte la loca sacando fotos, que la chica medía como metro ochenta por metro de ancho y tenía pinta de repartir estopa sin despeinarse.
Los coches que traían a nuestras estrellas eran la mayoría de tipo berlina con los cristales tintados. Los había también todoterreno, una hummer limo que era una maravilla, o limos de las normales, blancas y negras, coches particulares y también oficiales de los Emmy dejando a gente a pie de alfombra, pero la anécdota simpática fue la llegada de un taxi desde Beverly Hills. Hasta a los guapos, ricos y famosos no les llega el sueldazo para alquilar la limo, oiga…

Visto que allí no había nada que hacer y que Silvia había agotado la batería de su cámara, decidimos que queríamos ver la gala desde el principio, así que nos compramos algo de comida en un súper y nos repantingamos en nuestras estupendas camas para ver la ceremonia en directo.
Ya sólo quedaba hacer la maleta junto con nuestros sueños y experiencias. A las 6 de la mañana volveríamos a Chicago en un vuelo de cuatro horas que nos llevó completarlo veinte días y tres husos horarios distintos; de ahí a Madrid y luego ya nos separábamos para seguir destinos distintos. Tres días después volvería a dormir sobre una cama. La mejor recompensa para este gran viaje, sin duda.
Otras curiosidades de la Ruta.
Gastronomía:
Aquí, en los Estados Unidos, el tamaño importa mucho. Las hamburguesas, los sándwiches caseros y la típica gastronomía yankee se sirve en abundantes raciones, generalmente acompañada de uno o dos sides o guarniciones, además de las patatas fritas (ensalada de col, puré de patatas, aros de cebolla etc.) y todo casero.
Las bebidas son enormes. Lo que allí se considera tamaño estándar, aquí se considera King Size.
El pan (generalmente triángulos de pan de molde) siempre se sirve caliente y con mantequilla que tiene un puntito de sal. Maravilloso.
Nunca preguntes en un restaurante mexicano del sur de Estados Unidos si el chile es muy picante. Lo que para ellos no pica mucho, pero a ti te provocará una úlcera de estómago.
Es completamente verídico que las camareras de los dinner se acerquen a tu mesa para servirte un vaso grande de agua con hielo y su correspondiente pajita al poco de sentarte o que te sirven café y hagan rondas para rellenarlos. Los refrescos suelen ser de máquina, por lo que te rellenarán la bebida generalmente sin cargo alguno.
En los supermercados se vende la comida en grandes cantidades. Allí será difícil que encuentres un simple tetrabrick de zumo o leche. Allí lo que se estilan son garrafas de 5 litros y las bebidas para llevar son como mínimo de 750ml. Da igual que sea Pepsi como cerveza, y a precios muy económicos.
En muchas gasolineras encontrarás una máquina para servirte bebidas frías, otra con hot dogs y los típicos slush (granizados) de distintos sabores y colores. Ah! Los batidos están simplemente deliciosos.
En algunos moteles el desayuno incluye la opción de hacerte tu propio gofre. El mío no fue ninguna obra maestra pero estaba delicioso, mitad chocolate y mitad sirope de arce.
Transporte:
Las pick-up (camionetas) son el medio de transporte más habitual. Estaban por todas partes.
Los coches son de cambio automático y de gasolina. El gasoil se suele reservar para camiones y otros medios de transporte de mayor tonelaje. Repostar no es caro, pero los coches tienen mucha potencia y consumen mucho. Si quieres ahorrar en gasolina, no pongas el aire acondicionado, son incompatibles.
Las lowcost americanas son un self service en toda regla: Haces tú mismo el checking, colocas tus maletas en la cinta transportadora y sacas tú mismo la etiqueta para engancharla a la maleta. Los operarios del mostrador se desentienden completamente hasta para ayudarte con las indicaciones si no las entiendes bien.
En el aeropuerto de Chicago los servicios (aseo) son de lo más curioso. La taza del váter está cubierta por un plástico. Tú sólo tienes que acercar la mano al sensor para que el plástico se desplace hasta colocar un nuevo plástico limpio donde descansar tus posaderas sin miramientos.
Al menos en las grandes ciudades como Chicago y Los Angeles lleva SIEMPRE monedas pequeñas para usar el transporte público (autobús y metro). Ni las máquinas expendedoras de billetes ni los mismos conductores devuelven cambio, por lo que ahórrate la cara de tonto y el sentimiento de me están timando que se te queda.
Si no encuentras el botón de parada en un autobús en Los Angeles, no te preocupes, no serás el único. El timbre es un cordón que recorre cada uno de los laterales del autobús a pie de ventana. Tira de él sin más.
Si os pilla un paso a nivel con un tren de mercancías de la Union Pacific, tomáoslo con calma. Suelen tardar en pasar entre 15–20 minutos. No apto para impacientes.
Y por último y no menos importante, confirmar que los famosos autobuses escolares están por todas partes, aunque casi nunca con niños en su interior. Demasiadas teorías locas hicimos sobre el porqué.

Alojamiento:
Son muy habituales los moteles, pero no necesariamente son de carretera. Los encontrarás también en los centros neurálgicos de las poblaciones. Lo que más abundan son las cadenas de moteles con rangos de precios distintos. Están las más económicas o de precio intermedio como Motel 6, Super 8, Best Western, Travelodge y otras más caras como Holiday Inn (sí, sorprendentemente allí son cadenas de moteles, pero que realizan más la función de hotel que otra cosa). Naturalmente, también encontrarás moteles que son negocios particulares. El servicio, en general, es atento, pero siempre hay quien rompe la estadística.
Los hogares americanos son generalmente casas unifamiliares con su jardincito perfectamente recortado y a juego con el de sus vecinos. La bandera ondeando es opcional, pero en Illinois son muy dados a lucirla en sus hogares.